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Me
gustaría tratar aquí algunas de las relaciones entre psicoanálisis
y salud pública, más específicamente, entre psicoanálisis y
los protocolos que emanan de la actual epidemiología, en especial
la epidemiología en salud mental. Estos protocolos son en general
construidos y orientados basándose en la búsqueda de evidencias
pero sobretodo en evidencias estadísticas y no clínicas[1].
Pero mi interés es reflexionar sobre algunas implicaciones de la
utilización de los conceptos o concepciones - vigilar y prevenir-
y de su racionalidad, en el contexto psicoanalítico.
Empiezo
por el origen de estos dos campos de saber. Tanto el psicoanálisis
cuanto la epidemiología son originarias del siglo XIX. La
investigación de John Snow, alrededor de 1850, sobre la relación
entre la epidemia del cólera que ocurría entonces en Londres y
la contaminación por el agua, es considerada como el origen de
las investigaciones epidemiológicas, por lo menos en su acepción
científica actual.[2] En 1856 nace Freud. Transcurridos unos 30 años
comienza sus estudios sobre la histeria. Podemos decir que Snow y
Freud fueron contemporáneos. Sus investigaciones se unen en la
búsqueda de las causas. Estamos en el período del
florecimiento de la ciencia y en este momento hacer ciencia es
establecer relaciones de causalidad.
Castiel,
en un interesante artículo denominado Freud
y Mill, la Histeria y la Empiria[3],
hace un análisis de las producciones freudianas acerca de la
causalidad de la histeria, donde demuestra la clara presencia de
un razonamiento compatible con las postulaciones de Stuart Mill[4].
Freud incluso había traducido al alemán la obra de ese filósofo,
padre del positivismo científico. No pudiendo proceder por
experimentación en su sentido estricto, sin embargo Freud se
sirve de la “prueba terapéutica” como modo de verificación
de sus hipótesis. Así, si los síntomas histéricos desaparecían
con el trabajo analítico, entonces sus hipótesis acerca de la
causalidad sintomática eran acertadas.[5]
Además de eso, la forma en que Freud lucha para hacer valer su
hipótesis de la sexualidad infantil traumática como factor etiológico
de las neurosis revela con claridad su perfecto conocimiento de
los razonamientos epidemiológicos. Considera la
multifactorialidad causal, considera la resistencia individual
como factor interviniente en la adquisición de enfermedades,
considera aún la existencia de causalidades necesarias y otras
suficientes. Todas estas son categorías típicas de la
epidemiología.
Adelante
en su obra, la cuestión de la causalidad se vuelve más compleja.
El cambio de la teoría del trauma por seducción, por la del
fantasma de seducción, ya empieza a hacer de la causa un fenómeno
más y más referido al propio aparato anímico. Pero la
consideración causal sigue vigente en las hipótesis freudianas
siempre. Con la introducción de la pulsión de muerte, algo
bastante radical se produce. Esta se vuelve la causalidad por
excelencia. El organismo vivo quiere morir, pero, en su propio
modo. Vemos ahí la lógica causal adquiriendo nuevos contornos,
eso es: la causa la encontramos al final del proceso. Pero Freud
no ha querido hacer del psicoanálisis una ciencia positiva. Una
ciencia sí, pero positiva, no. Su método interpretativo lo
muestra. Las causas inconscientes no necesariamente son
aprehensibles en el plano del espacio geométrico o en el plano
matemático. Pero son cognoscibles, posibles de traducirse en
lenguaje[6].
Con Lacan, las encontraremos productos mismos del lenguaje.
Pero
la causalidad no es aquí nuestro tema. Se trata de un apunte
sobre el lecho común en que empiezan a caminar ambas disciplinas.
Y hay algo más al empezar esta reflexión hablando de la
“causa”, es también la constatación del cambio de esta
concepción en el razonamiento epidemiológico. Eso se puede notar
en la Introducción al DSMIV. El énfasis en la cuantificación
del rasgo sustituye a la concepción de síntoma como vinculado a
la subjetividad[7].
En el psicoanálisis al revés, la causa se mantiene como uno de
los pilares de la concepción del sujeto y sus avatares. Hablamos
de subjetividad gracias a la relación del hombre a su deseo. La
subjetividad es efecto de un objeto (objeto a) que le causa. Sin
embargo hoy, no solo en la medicina y sus protocolos, sino también
en la cultura contemporánea de modo general, la causa ha salido
de la escena, ha sido forcluida.
Miller
el año pasado en su seminario utilizó otra referencia para
marcar el origen del cuantitativismo epidemiológico. Observa que
es con Quetelet que comienza la era del “hombre cuantitativo”
o del “hombre promedio”.[8]
También en el siglo XIX este astrónomo belga empieza a aplicar métodos
y conceptos de la astronomía a las sociedades humanas. Miller
hace allí una interesante comparación entre los modos de
investigación en los siglos XVIII y XIX. En el XVIII se ha
producido conocimiento acerca de las diferencias sociales pero un
conocimiento descriptivo, comparativo, irónico, que, partiendo de
una concepción de unidad de la naturaleza humana, comprendía la
diversidad como contingencia (como comedia humana). Ya en el XIX
el conocimiento se hace por acumulación de datos. Ante la
observación de regularidades en los hechos sociales se les
extendió los procedimientos de análisis aplicados a los procesos
físicos. El espíritu irónico ha sido sustituido por el
racionamiento científico.
Miller
nos recuerda todavía que las llamadas ciencias sociales no fueron
desde siempre cuantitativas. Nos habla de dos tendencias. Una que
parte del Otro consistente de las instituciones sociales y
representaciones colectivas, con sus efectos sobre los individuos
o poblaciones, la de Durkheim, por ejemplo. Otra vertiente,
partiendo a su vez de la inconsistencia del Otro, cree que las
instituciones sociales y representaciones colectivas resultan de
la suma de las acciones individuales. Allí se concibe la
regularidad como el promedio y para eso se sirve de los
procedimientos estadísticos.
Este
punto es importante pues casi[9]
toda epidemiología contemporánea está apoyada en esta concepción.
La causalidad contingente se volvió distribución en la curva de
Gauss. No existen más causas, solo factores de riesgo. Cuando el
riesgo es definido, toca entonces vigilar y prevenir.
Vigilar
y prevenir son conceptos sociológicos que desvelan el hombre
solo, desprovisto de sus grandes referencias de identidad. Ellas
le podían proteger. La política del “promedio” es la política
del hombre con lazos fluidos. Como indica Bauman, la frenética búsqueda
por especialistas de la orientación (dentro de los cuales estamos
incluidos nosotros, los psicoanalistas, por lo menos al nivel de
la demanda...) nunca ha sido tan grande como en la modernidad líquida.
Sin embargo lo que los especialistas de nuestra fluida era moderna
hacen es responsabilizar a sus confusos y perplejos clientes[10]
(nosotros, a lo mejor, no deberíamos...). Vigilar y prevenir son
modos de regulación de goce exteriores al sujeto mismo. Cuanto
mucho generan una culpabilidad vacía de responsabilidad. Una
culpa por ceder a este mandato superyoico que, como esclarece
Freud en Malestar en la
Cultura[11], no cambia la economía de goce, al revés,
impulsa más el sujeto al goce mortificante. ¿Pero qué sería
vigilar y prevenir en el psicoanálisis?
Antes
cabe recordar que este sintagma está en conexión con el vigilar
y castigar, título de la obra de Foucault[12]
que investiga las complejas relaciones de poder entre las diversas
formas disciplinarias de las sociedades, los sujetos y sus
cuerpos. Es necesario recordar, todavía, que la estructura del
hospital, tal como nosotros la conocemos hoy, tiene sus orígenes
en el hospital del siglo XVIII que, como enseña ese autor[13], inscribe el cuidado en un aparato que tiene como
modelo la institución militar, donde se puede vigilar y controlar
profesionales y enfermos, siempre en nombre del bien común. En
esta misma perspectiva se inscriben los exámenes. Los cito porque las múltiples tecnologías de
investigación tienen su faz de control, son aparatos en que “las
técnicas que permiten ver inducen efectos de poder[14]”. Así que no es posible hablarse de búsqueda
de evidencias o de tecnologías
preventivas sin analizarse los juegos de poder intrínsecos a
eses procedimientos.
Pero
volvamos al campo del psicoanálisis con el “vigilar y
prevenir”. Me centraré en el tema de la prevención. En la obra
de Freud lo vemos muchas veces abordar ese tema. Pero prácticamente
en todas ellas para demostrar lo imposible de esa tarea. Por
ejemplo: en los Tres Ensayos...
subtitula un capítulo de “prevención de la inversión”.
Afirma allí que la prevención efectiva es “la
atracción recíproca de los caracteres sexuales opuestos”
pero que de hecho no la puede explicar. Luego agrega la inhibición
promovida por la cultura, los avatares del Edipo, y otras
situaciones como muerte o separación de los padres, como las
posibles causas de la inversión. Lo que se observa es que Freud
hace un planteamiento descriptivo sin que con eso indique
cualquier modo de prevención.
En
otra obra, Neurosis y
Psicosis, donde retoma sus reformulaciones de la concepción
del aparato psíquico, presentadas en El
Yo y el Ello, utiliza el término “prevención de la
psicosis” para formular el contexto de sus investigaciones. Pero
en la conclusión de este artículo se verifica, nuevamente, la
imposibilidad de una prevención en el sentido pragmático del término.
“Es indudable que el
desenlace de tales situaciones dependerá de constelaciones económicas,
de las magnitudes relativas de las aspiraciones en lucha recíproca.”[15]
Y de la plasticidad del yo para deformarse. Todas situaciones
imprevisibles. Solo verificables a
posteriori.
Pero
el escepticismo freudiano en cuanto a la posibilidad de prevención
del sufrimiento humano por la victoria, en el plano social, de
Eros sobre Tánatos, se hace evidente en su artículo El
malestar en la Cultura.[16] En el plano de la cura individual, su desconfianza en
las prácticas preventivas aparece explícitamente en el capítulo
IV de Análisis Terminable e
Interminable[17]
donde analiza en detalles la imposibilidad de prevención de un
conflicto pulsional. En realidad demuestra que la intervención
psicoanalítica depende del sujeto en presencia, en acto, en lo
actual, donde queda excluida la idea de prevención.
El
tema de la prevención tal como aparece en Freud, no lo
encontramos en Lacan. Quizá por el hecho de que las vías que
elige para mantener el psicoanálisis en el campo de la ciencia
sean tales que este tema no se plantee. La antropología, el
estructuralismo lingüístico, la topología, son métodos de
aprehensión y descripción del sujeto. La clínica que de ahí se
deduce es la clínica de los efectos de sujeto. Esto no se
previene, pero se constata y verifica.
Fragmento
Clínico
Me
gustaría presentarles un fragmento clínico donde se puede
observar que la desviación del curso del análisis hacia las
indicaciones protocolares médicas, ha contribuido a la interrupción
del trabajo analítico.
Nuestro
objetivo es mostrar como los instrumentos evaluativos de sostén
del discurso médico no sólo no son aplicables a la práctica clínica
del psicoanálisis, sino que pueden ser dañinos a ella y al
sujeto. Llas estadísticas, las encuestas, los protocolos,
etc…son todos ellos formas de tomar el síntoma como lo
particular de un universal y no como un singular.
Hay
síntomas que ponen en riesgo la vida. La clínica del vacío[18],
clínica que intenta responder a los nuevos síntomas, se
encuentra hoy muy frecuentemente con este riesgo. Los así
llamados “nuevos síntomas” (anorexias, bulimias, toxicomanías,
ataques de pánico, depresión y alcoholismo) son nuevos no por su
fenomenología sino por su carácter epidémico; son síntomas no
porque sean metafóricos, portadores de sentido, sino porque son
ellos los que demandan intervenciones clínicas hoy. En cuanto a
estos síntomas no podemos remitirlos al sentido oculto que
adquiere el retorno de lo reprimido, sino más bien a defectos en
la constitución narcisista del sujeto, que generan prácticas de
goce que parecen desconectadas del lazo con el Otro. Son prácticas
de goce eminentemente autistas. Prácticas que excluyen el
inconsciente. La angustia es el afecto predominante en esta clínica.
No hay vínculo entre vacío, falta y deseo. Al revés, el objeto,
producto a ser extraído de la relación del sujeto al Otro, se
queda estancado de forma narcisista en el cuerpo[19].
En este sentido, la clínica de los nuevos síntomas es
eminentemente una clínica del cuerpo.
Una
joven de 14 años demanda al analista que le ayude a volver a
comer con tranquilidad. Relata haber perdido mucho peso en una
dieta iniciada 6 meses atrás, dieta de la cual había “perdido
el control”. La había iniciado cuando pesaba 52 Kg. Quería
perder apenas 2 Kg. Ya los había perdido 12. Medía
aproximadamente 1.75m y pesaba ahora 40 Kg. Su apariencia, aún
muy delgada, no solía ser de una enferma. Parecía más bien una
maniquí.
Su
demanda viene muy clara en la 1ª sesión: librarse de la angustia
y de los pensamientos obsesivos que envolvían el acto de comer
desde que había iniciado esta dieta. Quería volver a sentirse
bien, volver a tener el cuerpo que tenía, cuerpo que, ahora lo
sabía, no había sido percibido correctamente.
Cuando
la analista le pregunta si se siente segura de que quiere aumentar
su peso, contesta que no. Lo sabe necesario, pero tiene dudas si
lo quiere.
Hubo
10 encuentros con esta joven. El trabajo fue interrumpido en favor
de otro que incluía una red terapéutica formada por un endocrinólogo,
un psiconeurólogo, una terapeuta conductista, y una
nutricionista. La finalidad de ese nuevo trabajo era una rápida
ganancia de peso.
El
desencadenante del cuadro anoréxico fuera la perdida de los lazos
con sus compañeras de instituto. Estas se habían vinculado a
nuevos grupos en función de sus intereses por los chicos. Lourdes
no podía relacionarse de manera confortable a ninguno de esos
nuevos grupos, y al mismo tiempo sentía que perdía sus amigas.
Esta situación tenía una fuerte similitud con su historia
infantil. La presencia de la hermana menor, portadora de una
deficiencia cardiaca grave, había reorientado los lazos
familiares quedando Lourdes “aislada”, “cerrada”,
“apartada de la familia”. Con la enfermedad ocurre una
sensible mejora en sus relaciones domésticas. Débil, Lourdes había
logrado insertarse en su grupo familiar.
Podría
aportar algunos otros aspectos que fueron elucidados en este corto
trabajo (por ejemplo, su dificultad frente a la mirada masculina),
u otros que se quedaron sin tocar, pero mi objetivo aquí es
destacar el efecto que produjo el contacto con los protocolos médicos,
en la conducción de la cura.
Prosigamos
con el fragmento clínico. En la 3ª sesión Lourdes
pregunta si debería buscar una nutricionista. La analista le
devuelve su pregunta y se hace evidente su temor en consultar tal
profesional por el miedo de verse todavía más presionada ante el
acto de comer. Decide esperar un poco más una vez que siente que
con el trabajo de análisis se está “calmando”. Pero su madre
se encuentra muy angustiada por la no subida del peso. La angustia
de la madre genera culpa en Lourdes. La madre expresa su intención
de buscar un médico para evaluar el estado de salud de su hija.
La analista da dos indicaciones de endocrinólogos de su confianza
y, simultáneamente, busca informaciones sobre los “trastornos
alimentarios” en la literatura médica.
En
este momento la analista se encuentra con los universales: “índice
de masa corporal menor que 18,5”; “menos de 75% del peso
normal con amenorrea, necesidad de ingreso hospitalario”;
“riesgo de muerte por falencia de órganos vitales”, etc.,
etc., etc. Lourdes cumplía varios de estos requisitos
ampliamente... La analista pasa a temer por la seguridad física
de Lourdes, pero el trabajo analítico sigue.
Pasadas
3 semanas la madre busca un médico ya que Lourdes, aunque no había
perdido más peso desde que iniciara su análisis, tampoco lo había
ganado todavía. El médico es indicado por una amiga: un
especialista en trastornos de la nutrición. Decide entonces
cambiar el tratamiento. ? Que pasó?
En
el momento en que la analista bascula en su posición hacia los
protocolos médicos, el peso,
que hasta entonces, no era el objeto central de la cura, gana la
escena. El peso es el elemento nuclear de la definición del
trastorno anoréxico como se puede verificar en el DSM-IV. Este no
era el síntoma de Lourdes... No era el peso el foco de sus producciones discursivas, más bien su cuerpo,
que venía en diversas cadenas asociativas... Su deseo era de
poder “incorporarse” sin ser avasallada por la angustia.
Incorporarse a la familia, a los grupos sociales, a su cuerpo
femenino. Incorporarse manteniendo el vacío apaciguador entre el
sujeto y el Otro, que hasta aquel momento, por razones que no se
quedaran claras, sólo podía ser conseguido por el vaciamiento de
su cuerpo.
Hay
varios puntos que se podrían discutir. Por ejemplo, si la
preocupación de la analista por el estado físico de la
analizante le habría precipitado hacia una posición
“psicoterapéutica” y con eso validado el trabajo médico en
detrimento del análisis. Creo que en estos casos el analista debe
hacerse cargo, de un modo bastante decidido, de los otros
tratamientos que puedan ser necesarios. No basta la indicación…
Pero no me parece este el punto central. Lo que quiero destacar es
como aquí el protocolo médico, desorientó al analista. La duda
en cuanto a la necesidad de un aumento inmediato del peso de
Lourdes, hizo que el analista perdiera la buena dirección, esto
es, la apuesta en el síntoma como modo de tratamiento de lo real
invasor.
Volviendo
al tema de la epidemiología en salud mental, parece importante
subrayar el error de una práctica que reduzca lo mental al
funcionamiento cerebral, o a conductas y comportamientos. Tal
reducción no es compatible con la complejidad de los
acontecimientos humanos, determinados que son por el lenguaje,
esta característica tan peculiar que distingue el hombre de los
otros seres vivos. En ese sentido, los protocolos de intervención
derivados de esta epidemiología – como el DSM IV, por ejemplo -
se encuentran muy distantes de la práctica psicoanalítica. Toda
universalización que promueven va contra la singularización que
un análisis destaca. No hay una anorexia, una depresión, esto
es, no hay un síntoma que sea igual a otro. Y aún más, no hay
salida que no por el propio síntoma, una vez que se trata del
modo que el sujeto tiene de tratar el imposible de la relación
sexual. La consideración estricta de eses protocolos lleva el
trabajo clínico al polo opuesto de la cura analítica. Eliminar
el síntoma al revés de saber hacer con el.
No
digo con esto que estos protocolos no se deban considerar. Al revés,
quizá sea necesario conocerlos mucho mejor, pero para que
manejemos adecuadamente nuestros puntos de distinción en cuanto a
ellos. Frente a las presiones cada vez más intensas en dirección
a una práctica clínica evaluable por el éxito, parece necesario
que el analista esté bien esclarecido en cuanto al valor clínico,
epistémico y político de ese discurso evaluador.
En
ese sentido, es extremadamente importante el trabajo que viene
desarrollando la Asociación Mundial de Psicoanálisis a través
de la Agencia Lacaniana de Prensa, donde se acompaña un extenso
análisis de las producciones del discurso hegemónico en la
salud, en la educación, con su carácter evaluador generalizado.
Se trata de un trabajo de análisis donde se revela la estrategia
bélica de intentar borrar la subjetividad, el psiquismo, e así
borrar el psicoanálisis del panorama social. Las prácticas clínicas
hoy tienden a ser prácticas donde, a la relación
medico-paciente, esencialmente se interponen protocolos y tecnología,
en nombre de un pseudo conocimiento científico.
Durante
el Encuentro Internacional del Campo Freudiano, en Buenos Aires
(2000), Miller afirmó que el único antídoto que el
psicoanalista tiene en sus manos para enfrentar la expansión de
las psicoterapias de masa es la formación del analista.[20] Esta formación pasa hoy, sin duda, por un análisis
agudo del papel político del psicoanálisis en el panorama científico
y social.
Quizás
lo que se pueda vigilar y prevenir en psicoanálisis esté del
lado del analista. Vigilar el deseo del analista y prevenirse a
través del deseo del analista.
Como
nos indicó Miller en Comandatuba (2004), la práctica lacaniana
tiene como principio que la distingue de las otras prácticas
terapéuticas el hecho de contar con la falla (ça
rate), con el error, con el imposible... Saber de ellos
incluso nos puede proteger de la presión de los discursos que
preconizan que sólo es válido lo que “funciona”.[21]
Revisão
da versão castelhana: Rosario Leon
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