El
reino del Nombre del Padre corresponde en el psicoanálisis a
la época freudiana.
No
hay acceso al sujeto freudiano que no implique al padre como
función clave, tanto por su presencia como por su ausencia.
Cuando
Lacan presenta la pluralización del Nombre del Padre, no solo
lo pluraliza sino que lo pulveriza mediante el equívoco: Les
noms du père y Les
non dupes errent (los desengañados se engañan), que
consagran la inexistencia del Otro inaugurando la época de
los desengañados, de modo que se sabe, de manera implícita o
explícita, que el Otro es solo un semblante.
La
inmersión del niño, o el adolescente en los semblantes se
problematiza y dificulta cuando no hay quien lo sostenga, y
presente la apariencia como semblante del Otro, de ese Otro
destituido, desdibujado; en los casos más serios, como
veremos, se llega a que no haya un pasaje por el Otro materno,
que es lo que conocemos como caída de los semblantes paternos
y pérdida de los referentes de los significantes Amos. Al no
intervenir la mediación paterna, en el mejor de los casos, la
situación se manifiesta sobre un fondo de angustia; otras
veces, encontramos síntomas que no hablan, como las toxicomanías,
las anorexias, las bulimias, los llamados estragos maternos.
Podemos
prescindir del Nombre del-Padre sólo con la condición de
servirnos del Nombre del Padre como real, es decir, servirnos
de él como semblante.
Ahora
bien, si la clínica contemporánea no entregó fantasmas
nuevos, sí señala algo nuevo en el síntoma. En estas nuevas
manifestaciones sintomáticas, la hipótesis puede ser la
transformación de la cuestión paterna en nuestra cultura.
Como
resultado de los conceptos freudianos que tomó Lacan como
primeros abordajes para la constitución de un síntoma en un
niño, el Nombre del Padre, que pertenece al orden simbólico,
permite que el Padre y la ley paterna puedan servir para
fabricar un síntoma. Cuando falla la operación de la función
paterna, el síntoma funciona como separador, como muestra el
caso freudiano del pequeño Hans. Estos desarrollos freudianos
que tomó Lacan y resultan impecables para ciertos casos, no
funcionan como ordenadores para otros en los que muestran su límite,
con la aparición de gran número de excepciones que
impulsaron el pensamiento posterior de Lacan, y nos permiten
pensar que el síntoma como envoltura del Nombre del Padre, no
es más que una modalidad particular del síntoma.
Es
mi interés plantear una clínica que nos cuestiona los niños
feminizados. En la actualidad, nos llama la atención la
consulta por niños que prefieren jugar con Barbies o con
Floricienta y vestirse de mujer.
En
estos casos, lo femenino queda reducido a la mera imagen,
puesto que no se trata para ellos de una posición sexuada
como respuesta al desarreglo de la diferencia sexual, sino de
la exaltación de la imagen de lo femenino y sus consecuencias
en el Lazo.
El
único principio que podemos afirmar categóricamente, porque
está clínicamente corroborado, es que aferrarse a la madre
es patógeno y que el sujeto Niño a veces busca salir.
La
noción del síntoma en su apertura y la forma singular que va
tomando en los distintos desarrollos comprobados en la clínica
permite pensar que el Nombre del Padre ya no es el único
vector posible de la transmisión padres – niños por
identificación primordial con el padre.
Evidentemente,
esta teoría sobrepasa nuestra manera de encarar las
estructuras clínicas en el psicoanálisis
(neurosis-psicosis-perversión) ya que propone una nueva
aproximación a esa clínica, que nos permitimos llamar
enfermedades del Lazo. El psicoanálisis con un niño plantea
ciertos problemas particulares.
¿Por
qué el psicoanalista no podría arreglarse con la
especificidad de la niñez, manteniendo intacta la posición a
partir de la cual puede hacer el ofrecimiento de una verdadera
escucha psicoanalítica? La orientación ofrecida por Lacan
también nos guiará en la orientación del psicoanálisis
cuando este concierne a los niños.
Hay
una posición estructural de la infancia. En principio, el niño
es fundamentalmente un objeto que divide a la madre, lo que
significa que la posición de objeto que divide al Otro le
resulta bastante natural; Freud había reparado ya en esta
disposición y la designaba como disposición perversa
polimorfa. Es así como este lugar de objeto resulta ser una
herramienta conceptual que puede dar cuenta de numerosas
situaciones clínicas de la infancia.
El
niño perverso polimorfo que encontramos bajo los rasgos de lo
que llamamos niño terrible es aquel que se mantiene en la
posición de objeto que divide a la madre, o más generalmente
al Otro, porque puede ocupar perfectamente todos los lugares
en la estructura que desplegamos. Es el niño que no ha
realizado la elección que le dará el estatus de sujeto
dividido por su objeto. Sabemos que en este niño, al que se
ha llamado Niño Síntoma, la dirección de la cura apunta a
desplazarlo de ese lugar de síntoma para lograr conducirlo a
ser aquel que tiene su síntoma.
En
la perspectiva que tomaremos con estos casos, y en este caso
en particular, podemos comprobar que es cierto que estos niños
ocupan una posición de objeto en relación con la madre,
ocupando un lugar en el fantasma materno. Se trata del tipo de
dramática que permite trabajar para despejar, para aislar al
síntoma, lo que permite una dirección en la cura, tomando al
síntoma por reducción de la multiplicidad de síntomas y no
por construcción, o sea, aislando ese mínimo que permite
hacer consistente la realidad.
La
feminización de los niños que acabamos de mencionar nos
enfrenta a nuevos interrogantes. No estamos ya frente a una
derivación femenina del complejo de Edipo como en el caso del
pequeño Hans, no se trata del debilitamiento del padre: por
el contrario, en estos casos se trata de la pérdida de
referencia fálica, de un goce mal amarrado al falo y de la
consagración a la imagen de lo femenino. Lo femenino es
tratado aquí como una pura apariencia, una cáscara
deshabitada y despojada del soporte del cuerpo pulsional.
Si
pensamos estos casos con la lógica del Nombre del Padre, al
no estar en correlación con el falo quedarían automáticamente
incluidos del lado de la psicosis. Sin embargo, al tratarse de
una clínica que aún no podemos clasificar, aplazamos el
diagnóstico para dejarnos guiar por ellos dentro de la
variedad de su riqueza.
Esta
temática permite pensar cómo ciertas intrusiones sintomáticas
son paradigmáticas en el sentido de mostrar cómo ser aquello
que provoque una división subjetiva en la familia; el hecho
de aislarlo como síntoma y ponerlo al trabajo analítico
permite la separación de la madre. En este caso, es
interesante señalar cómo el síntoma puede tener sus raíces
en la lengua materna.
Consultan
por M., un varón de apenas tres años, que tiene cuatro
hermanos. Desde muy niño se hacía notar por sus rabietas,
por su constante contrariedad, que lo convertía en el centro
de la escena. Cualquier frustración podía originar una
rabieta imparable.
En
la mesa familiar, debía sentarse al lado de la madre; como
sus reclamos son imposibles de satisfacer, aparece el padre
que lo encierra en el baño; esta es la única regla en la que
el padre es escuchado, porque si bien juega y logra hablar y
tener presencia con sus otros hijos, no sucede lo mismo con
M., que no le permite ninguna participación.
Si
bien estos síntomas han interferido desde muy temprano en el
seno del núcleo familiar y en el núcleo ampliado, donde para
todos, abuelos, tíos, primos, M. es inaprensible y resulta
insoportable para estar con él. En el jardín al que asiste
no suele tener rabietas, pero no establece ningún lazo con
los otros.
Sin
embargo, el síntoma que realmente provoca angustia y motiva
la consulta, el que he denominado “intrusión sintomática”,
un síntoma cuchilla para el Otro, es su insistencia en
manifestar que él es una nena: “Sí, sí, soy una nena”.
Muestra debilidad por jugar con las Barbies, suele llevarse a
la cama diez muñecas, y todos sus juegos son hablando e
imitando a los personajes femeninos de la Sirenita. Sus
preguntas son casi automáticas, reiteradas, repetitivas y sin
esperar respuesta. Se trata de un juego de certezas: “¿La
bruja tal es mala?”, pregunta, y responde inmediatamente:
“Es mala”.
M.
reconoce y recuerda a todos los personajes de la Sirenita,
siendo sus preferidas las brujas. Su discurso es un monólogo,
donde no hay ningún lugar para la palabra del Otro.
Sin
embargo, lo que quiero señalar es que cuando está en
presencia de su madre, o también con su padre (esto ha
sucedido en las entrevistas y es lo que relatan sus padres)
cuando hablan de estos temas, M. les pide que le regales
exclusivamente Barbies, insiste solo sobre ciertas películas,
pero su manera de enunciar estos pedidos es provocativa, lo
que se pudo escuchar desde el inicio.
En
las entrevistas se repite: -“Adela, ¿Acá vive tu
hermana?” - No- “Sí, acá vive tu hermana”. “¿Qué
color son estas carpetas?” – Rosa. –“Sí son rosa,
todos usan rosa”.
En
la primera entrevista a la que asiste con la madre, M. agarra
las barbies y el muñeco varón, y comienza a insistir que
ambos son mujeres. Hará un exhaustivo interrogatorio sin
esperar respuestas por el color de disfraz de cada uno de sus
hermanos en una fiesta.
La
entrevista se centrará alrededor de esta temática, pero si
bien lo pregnante es lo femenino, no son preguntas por la
diferencia alrededor de lo fálico, tampoco por el lugar fálico
que otro hermano ocupa en el deseo de la Madre. Aquí, se
trata claramente de una identificación por lo imaginario, lo
que desde el principio me plantea la hipótesis de que la
pregnancia de lo femenino se debe al valor supuesto por lo
femenino en la madre.
Las
sesiones recorren las brujas de los cuentos, pero ya al
principio M. arma un personaje que tiene que matar a la bruja:
es el hada Blanqui (único nombre que no toma de los cuentos
que relata); repite sin cesar este nombre que traído e
imaginado por él. Le repito muy enfáticamente “Blanqui es
un nombre para vos, no es de los cuentos”, y me dice que
Blanqui lo cuida.
Blanqui,
relatará la madre, era quien la cuidaba a ella de niña y
luego cuidó a sus niños. En el tratamiento, M. se traslada
por todo el consultorio; nombrando cualquier figura, dice que
todas son mujeres, aún cuando las figuras sean masculinas.
Solo ciertas preguntas o situaciones lo detienen. Encuentra
una foto y me pregunta “¿Es tu hija?”. Allí se detiene,
le digo que sí. De ahí en adelante, frecuentemente me
preguntará si tengo esa foto, luego preguntará su nombre.
Cuando lo hago esperar me pregunta “¿Dónde estabas?”.
Sus
sesiones, hasta ese momento, consistían en relatar como un
memorioso las películas de la
Sirenita que solía ver. Durante las primeras entrevistas, en
presencia de su madre, empieza a tomar las Barbies
y los personajes masculinos, diciendo con cierta ironía:
“Son todas mujeres, sí, sí”. Su madre queda consternada.
Se acusa de que al poco tiempo del nacimiento de M. nacieron
dos hermanos varones, ella estuvo internada mucho tiempo con
uno de los bebés. M. decía que él era nena, y ella se sentía
tan culpable que le seguía el juego.
Pienso
que este caso me permite trabajar el desarrollo anterior,
aislar la insistencia de lo femenino y darle un tratamiento de
síntoma, es decir, pensar cuándo el síntoma puede tener raíces
en la lengua materna. El niño que aprende a hablar queda
marcado a la vez por las palabras y el goce de su madre.
Resulta un aferramiento a la demanda, al deseo y al goce de ésta
“la ley de la madre de la cual debe separarse”, la
exaltación de lo femenino funciona como un síntoma cuchilla.
Seguir esta pista en el trabajo analítico lo transformó en
un síntoma reparador, lo que a la vez le permitirá comenzar
un nuevo lazo con el Otro.
Una
noche recibo un llamado. M. tuvo un ataque porque su hermana
mayor no quiso bañarse más con él. Gritaba: “¿porqué S.
podía tener Barbies?”, “¡Llámenla a Adela!”. Cuando respondo a su
llamado, M., ya calmado me dice: “¿Vos me llamaste?”. Le
cuento que su madre me dijo que él pidió que me llamaran y
que su mamá respondió a su pedido.
Comienza
otro período en su tratamiento. Por primera vez un juego:
esconder una Barbie,
que yo tengo que encontrar.
Un
segundo momento en la cura es fundamental: aparece otro
personaje que reemplaza a la Sirenita y que acapara su interés.
Se trata de hablar de Floricienta. Me pregunta si la conozco,
le digo que sí y que la había visto en el shopping. Insiste
en que él me había preguntado si la conocía, le repito que
la había visto. Queda impactado y comienza a preguntarme: “¿Con
quién estaba? ¿Qué hacia?”. Este fue un movimiento que
logró sorprendernos a ambos, en el cual, por primera vez, un
personaje adquiere vida tomando estructura de ficción.
M.
comienza a interrogar a su madre, lo que comienza a ser la
construcción de la neurosis infantil. Le pregunta sobre el
lugar que ocupa en el Otro. “Cuando yo era bebito y lloraba,
¿vos venías pronto?” “Si perdía un juguete, ¿lo
buscabas?” A partir de aquí, se produce en M. un cambio
radical: en la escuela comienza la relación con sus pares y
el aprendizaje se introduce como juego en las sesiones.
Comienza a interrogar a su padre por las religiones, temas
relacionados con la diferencia entre niños pobres y niños
ricos. Quise introducirme en una orientación que me
permitiera privilegiar el síntoma como forma de anudamiento,
y esta clínica que anula la supremacía consentida a lo simbólico
permite el abordaje de la construcción de un síntoma en un
niño, que hace el corazón mismo del sujeto.
Y
aparece un nuevo síntoma (llamativo en un niño que desde los
dos años se vestía solo y era exageradamente autónomo):
miedo a irse a dormir; tiene que llamar a su padre para que lo
acompañe con cuentos.
Si
trato la feminización como síntoma, no nos orientamos ni por
la significación, ni por las identificaciones, ni por los
semblantes de la modernidad, sino que por el contrario, al
modo del artesano, apuntamos al tratamiento mismo de lo real
del síntoma en su pulido, para poder abordar las llamadas
enfermedades del lazo. Así como el caso del pequeño Hans nos
enseña que el síntoma aparece allí donde falló el
significante del Nombre del Padre, escuchar estas intrusiones
sintomáticas, darles la posibilidad que se constituya en síntoma,
intrusiones que encuentran sus raíces en la lengua materna,
ligadas al goce materno y el goce femenino, me permiten pensar
que los últimos desarrollos lacanianos con este privilegio en
el síntoma ya no puede ser descifrado, sino como lo
verdaderamente singular, lo que puede hacer un sujeto, lo más
propio que la construcción del síntoma que hace al corazón
del sujeto. Sin querer decir que haya que reemplazar el
paradigma fálico del Nombre del Padre por el nuevo paradigma
del síntoma, la clínica borromea nos enseña que también en
la clínica con un niño aislar un síntoma permite ver que el
anudamiento puede existir para cada uno, y que su existencia
debe ser mostrada en cada caso de manera singular. Puedo decir
que este niño me ha enseñado que fue la feminización lo que
comenzó el tratamiento y produjo un nuevo lazo entre el goce
(real), el lenguaje, el significante, el diálogo (simbólico),
el cuerpo, el sentido, las imágenes (imaginario) y permitió
establecer un lazo con el Otro.
Revisión:
Mirta Zbrun
Bibliografía
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J. Dos notas sobre el niño. In: Lacan, J. Intervenciones
y textos 2. Buenos Aires: Manantial, 1993, p. 55
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Jacques-Alain. El Otro
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Aires: Paidós, 2005.
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LACAN,
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In: Otros Escritos.
Lacan,
Jacques. Seminário XXII: RSI
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