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                                                                                                                                                  (Versão em português)

Los Tele-adictos[1]: la televisión es omnivoyeur y sus hijos tele-gozan

 



 

Ernesto Sinatra
Psicoanalista
Miembro da Escuela de Orientación Lacaniana
Miembro de la Associación Mundial de Psicoanalise
sinatra@uolsinectis.com.ar

Resumen:

La televisión es omnivoyeur, penetra en vuestros hogares forzando la puerta de la realidad para disfrazar cada vez más lo real: ella induce en ustedes y –sobre todo– en vuestros hijos, identificaciones, rasgos, formas de vida a los que adherirse: con sólo mirarlos les impone la uniformidad de un modo de gozar.

Palabras-clave: Televisión, modo de gozar, identificaciones, realidad virtual

 

 



The telly-adicteds: television is omnivoyeur and their sons telly-enjoy


Abstract:

Television is omnivoyeur. It penetrates your home pushing the door of the reality so as to disguise, once more, the real. It induces in you and specially in your children – the adoption of identifications, traces, lifestyles: only by staring at you, it imposes a uniformity in the ways of enjoyment.

Keywords: television, identifications, ways of enjoyment, virtual reality

 

 

 

“...somos seres mirados por el espectáculo del mundo... ¿No hay satisfacción en el estar bajo esa mirada..., esa mirada que nos cerca, y que nos convierte en primer lugar en seres mirados, pero sin que nos lo muestren? El espectáculo del mundo, en este sentido, nos aparece como omnivoyeur.  Tal la fantasía que encontramos el efecto en la perspectiva platónica, la de un ser absoluto al que se le transfiere la calidad de omnividente” (Jacques Lacan, 19-2-64).

 

El espectáculo del mundo ha virado su ángulo de visión; hoy se ha encarnado en un gadget privilegiado: La televisión global mira en cada hogar la forma de vida que promueve con su modo uniforme de goce, como asimismo los efectos identificatórios que produce. Por ello, tal vez valga la pena –literalmente– detenerse en esta función de la televisión, ya que muestra en la “época del Otro que no existe”[2] lo que Jacques Lacan afirmó respecto del mundo: su condición de omnivoyeur, es decir, al igual que el pretendido Dios-Uno, su presencia de todo-mirada, eso que todo –y a todos– mira.

El protagonista del film “The Truman Show” demostró la incómoda satisfacción que produce el estar bajo la mirada del Otro: él no sabía que era mirado, él creía que vivía en el mundo real; encontrándose en este mismo punto con el protagonista de otro film, “Matrix”, cuando despierta “al desierto de lo real”, luego de su elección de querer saber de verdad qué es lo que encubrían los semblantes del mundo.

La televisión es omnivoyeur, penetra en vuestros hogares forzando la puerta de la realidad para disfrazar cada vez más lo real: ella induce en ustedes y –sobre todo– en vuestros hijos, identificaciones, rasgos, formas de vida a los que adherirse: con sólo mirarlos les impone la uniformidad de un modo de gozar. Tal vez no se ha puesto el debido énfasis en que los hijos de la televisión –y esto va más allá de los países, inclusive hasta más allá de las variantes culturales– no toman tanto de los padres, como otrora, los rasgos de identificación, sino que muchas veces los adquieren de personajes de la televisión, a partir –por ejemplo– de modos de hablar que, habitualmente, nada tienen que ver con las desinencias de las lenguas maternas de cada ciudad: responden al monolingüismo de la globalización. Uno los escucha: los niños hablan (es decir, gozan del lenguaje) según las desinencias fónicas de eso que los mira todo el día –y que ellos no quieren dejar bajo ningún concepto– que es la televisión. Ella los hace tele-gozar desde dibujos animados, telenovelas, series y películas ready-made en las que sus guionistas se enfrentan para ver quién se destaca en ofrecer más lugares comunes, siempre de un modo convencional –es decir, adaptativo–, pero en los que nunca falta una pizca (a menudo, varias) de violencia ni de realismo sexual. Sobredosis de sexo y de violencia son introducidos por su mirada, para llegar también al segmento adolescente, intentando seducir hasta a los “rebeldes”, hijos del piercing, aquellos que marcan sus cuerpos erigiendo nuevas zonas erógenas a partir del dolor (o resaltando zonas tradicionales), exhibiendo lo que han perforado allí, en el cuerpo, donde la impotente función del semblante paterno dejó su lugar vacío.

Y de los adultos, ni hablar: todo para ver[3]. La máquina de tele-gozar se ha metido en los hogares, especialmente, con la invención de los reality-shows, ellos dan la medida más exacta de la función omnivoyeur de la “tele”. En ellos se muestran seres perfectamente anónimos, tanto como cualquier espectador, que sólo sueña con estar ahí, del otro lado de la pantalla, siendo mirado por todos –mientras en verdad desconoce que con sólo ver eso ya está siendo mirado del mismo modo que ellos; individuos cualesquiera mirados en su intimidad, mientras hacen de todo lo que saben hacer: es decir, una normalidad pletórica de nada.

Mientras el tele-adicto sólo mira y mira, esperando (una vez más) que el sexo explicite su goce y que la violencia estalle entre los anodinos concursantes, nada acontece, y cuando algo sucede es sólo el cebo colocado para levantar a la audiencia y ganar algunos puntos del rating.

Este invento tan rentable y de bajísimo costo, usa (es decir, se abusa) de la identificación del tele-adicto con el (y/o la) protagonista, pero –especialmente– del goce que produce el mirar; con un agregado: el peeping se encuentra en los reality shows autorizado para consumo masivo de jefes y jefas de hogar, sin necesidad de tener que salir de sus casas para satisfacerse: el porno show está en el dormitorio –o en el living– y ellos siguen siendo perfectamente normales, no son de esos “degenerados-que-pagan-para-ver” (como decía una mujer cualquiera defendiendo su goce televisivo).

Pero mientras el individuo queda capturado por la escena ofrecida, desconoce que también es mirado por la misma máquina de gozar, al igual que lo son los protagonistas en el show de su realidad cotidiana 

También están los talk shows, parientes cercanos de los reality shows, instrumentos de tele-gozar mediante el escándalo, a decir verdad, débil variante de los reality shows ya que –al menos, aparentemente– es el animador en este caso quien los mira.

Para muestra basta un botón, suele decirse, ya que hace poco tiempo tuve la suerte (la tyché, por la contingencia, por lo inesperado del encuentro) de ver uno de estos programas, un talk show con excelente rating –es decir, con muchos objetos de consumo escópico asegurado–. Había escuchado varios comentarios de ese programa sobre el protagonismo circense de sus personajes, la disparatada participación de la audiencia, la exuberancia de la animadora y –fundamentalmente– acerca de los excesos de los participantes y el histrionismo de todos. Pero debo confesar que ninguno de esos comentarios pudieron aproximarse a lo realmente acontecido aquella tarde. Al encender el televisor, ella ya estaba ahí frente a mí, mirándome mirarla, como reprochándome mis quince minutos de tardanza en tele-mirarla, mostrándome lo que tenía que ver. A partir de ese primer segundo quedé capturado por la máquina de gozar, como quien diría me dejé llevar hasta ser tomado como un objeto más, es decir, como un perfecto individuo, un tele-adicto normal.

La escena era imponente: la animadora, con su opulencia corporal decadente, estaba entre una mujer y un hombre que peleaban, intentando juntar-separarlos. Ellos tenían un hijo del cual el hombre demandaba la tenencia, pero la mujer se la negaba, ni siquiera permitía que lo viera.

Hasta este punto, podríamos decir, se trataba de una situación normal.  Pero de repente, todo cambió, pues apareció en la escena una tercera persona quien se abalanzó inmediatamente sobre el hombre y lo comenzó a golpear mientras éste (¿aparentaba?) no salía de su asombro). ¿Quién era esa mujer, ese nuevo personaje?: era –ni más ni menos– la amante de ella, de la mujer, y mientras golpeaba a ese hombre, ella daba sus razones: “vos sos un infeliz, ni siquiera tenés donde caerte muerto, ni tenés trabajo; la que mantiene al hijo soy yo, vos no lo podés hacer porque sos un vago y un inútil”. El hombre en cuestión (nunca mejor empleado el término) se defendió, un poco, como pudo, mientras la animadora (ibid paréntesis anterior) hacía como que quería separarlos –ya que, como se sabe, el rating sube cuando los cuerpos no se separan, lo que los conductores de los Talk Shows conocen perfectamente, ellos saben lo que están haciendo cuando permiten que eso pase, es decir que son co-responsables de que la obscenidad de la escena, de la imagen, capture, mire a los televidentes.

Por eso, en este caso, todo anduvo de parabienes, encaminándose hacia el paroxismo del goce escópico, cuando la dritte person, la amante de la mujer, poseída por su ser-pleno-en-maldad  le gritó al hombre-en-cuestión “sos tan tarado, que no te diste cuenta (de) que ella se hizo embarazar por vos, aunque te tenía asco”. En ese momento el hombre-en-cuestión, con la boca abierta (porque ya el maxilar se le había ablandado como efecto del espectáculo que presenciaba) se dio vuelta, miró a su (ex) mujer, mientras ella le decía, simplemente, sin alterarse: “es cierto, siempre me diste asco”.

La tragicomedia se había desencadenado, dejando en el centro de la escena un breve silencio que hizo –por primera vez– su presentación; silencio al que nuestra animadora interrumpió prontamente, para mostrar a la televidencia el saldo de saber depositado : que todo había sido un artilugio armado entre esas dos mujeres porque querían tener un hijo, y ya que no lo podían tener entre ellas por razones biológicas, decidieron que una de ellas se prestase para que se lo hiciera el “tarado” (nombre de goce, que como ya ustedes dedujeron, propinaron al hombre-en-cuestión).

A partir de ese momento, cuando supuse que no habría ya más nada que mostrar, comenzó un alegato del personaje masculino, quien, pretendiendo contrariar el nombre-insulto que le había sido propinado, confirmó su condición de goce de múltiples maneras. El tarado no sólo musitaba que no se reconocía tal, sino que pretextó haber sido engañado en su mejor fe –mientras continuaba siendo vapuleado, ahora, por las dos mujeres frente a la mirada cómplice de la animadora.

A continuación, para rubricar definitivamente la pertinencia del nombre elegido, entró en escena un nuevo personaje: la madre del muchacho... para defenderlo, ya que el tarado, compungido, sólo lloraba. La pelea verbal entre las tres mujeres no tuvo desperdicio, ni ahorró a la mirada del espectador ningún exceso, ningún detalle. Verdaderamente fue una escena pantagruélica, era un festín en el que se trataba de quién se comía a quién: el estrago generalizado se escenificaba, simplemente. Para colmo de males, luego entró en escena otro personaje, otro “hombre”: ahora el padre de ella, de la mujer, quien se oponía (aunque tímidamente, es preciso notarlo) a lo que su propia hija habría hecho, cuestionándola; mientras la dama en cuestión le rebatía de un modo tan absurdo como reñido con la más elemental lógica argumentativa, al par que agitaba su brazo izquierdo repetidamente, hacia atrás y hacia delante, dirigiéndose de ese modo a su padre, mientras lo azuzaba reprochándole: “¡vos callate, que tampoco tenés autoridad moral para hablar, si vos también sos un borracho y un vago!”.

Si –como trataremos a continuación– la caída del padre es un signo de los tiempos, este programa empleó un acelerador de partículas para desintegrar la función  paterna hasta pulverizarla.

En otro sector del escenario permanecía sola la amante, pero les aseguro que su momento de soledad no parecía importunarla, ya que se bastaba perfectamente: continuaba saltando y gritando, mientras hacía gestos de golpear al tarado a la distancia.

Allí estaban una mujer y su ex-pareja, su amante, su padre, el padre de ella y la madre de él, con la animadora como ¿justo? medio.

A esta altura del espectáculo pensé, “esto no puede ser verdad”, e inmediatamente después me interrogué “¿acaso importa preguntarse por la veracidad del hecho –en la realidad cotidiana, sobre esas personas–? ¿o lo que sólo importa es lo que se está mostrando en ese momento, en ese  programa, a toda esa multitud que lo ve? Pero el pensamiento insistía, ¿habrá sido o no verdad?, en ese momento capté que –a decir verdad– la sustancia con la que se produce esta pregunta es con el gusto morboso de cada cuál, ya que –como siempre– uno quiere saber acerca del goce del Otro... para desconocer el propio y sus consecuencias.

Entonces recordé lo que ya sabía, que lo verdadero y lo falso son semblantes que no cuentan en ese ámbito, y que lo único que tiene relevancia para esta máquina es producir un plus de gozar que se sintonice con el fantasma de cada individuo que mira, para –entonces, en ese mismo momento– atraparlo como objeto de goce.

También se suele decir que sólo lo que ocurre en la televisión existe, o su equivalente, que es verdadero. Baudrillard tomó ese aserto al pie de la letra para problematizar los hechos de la realidad, cuando escribió que la guerra del golfo podría no haber existido, que tan sólo la habríamos visto por televisión. Pero, a diferencia de Baudrillard, puedo afirmar que el espectáculo que les he narrado –la pantomima del lazo entre hombres y mujeres a la que he asistido y que fue  transmitida de ese modo, por esa conductora, en ese programa, en ese momento y por ese canal– (puedo asegurar que) sí existió.

Si la verdad, calificando a los hechos de la realidad, no alcanza para justipreciar lo que allí aconteció, no es por la sanción de falso que recaería sobre las proposiciones formuladas (ya que no importa si los protagonistas simulaban o sufrían de verdad tales humillaciones), es porque ese acontecimiento ofrecido por la mirada es goce: lo que de verdad aconteció es eso dado a ver, ofrecido como cebo del consumo para consumir al tele-adicto. Y esto vale, además, para la guerra del golfo, más allá de los cuerpos reales caídos, cuyas imágenes fueron sustraídas en aquella ocasión.

En este punto podemos interrogar: ¿Qué hace cada uno con lo que consume?, ¿se presta o no a ser consumido por los gadgets –entre ellos, por ejemplo– por la máquina omni-voyeur de gozar, esa que produce tele-adictos entre hombres y mujeres? ¿se deja mucho, poco, poquito, nada...?

Por ello, y para no dejar el análisis en una fácil posición de escepticismo, es preciso localizar –al menos una– salida que permita reintroducir la subjetividad en el individuo de las multitudes, un instrumento cuestionador del consumo. Esta perspectiva, que va en la dirección contraria al modo de gozar contemporáneo, se llama psicoanálisis.

Es evidente que también la clínica psicoanalítica registra estos desplazamientos, los que se presentan en muchas oportunidades de un modo dramático: los efectos en la subjetividad que afectan a los ciudadanos conmueven al psicoanalista y le plantean nuevos problemas. Los casos que llegan al consultorio no tienen ya la “pureza clínica” de un siglo atrás. Las obsesiones ya no son el compendio de rituales sistematizados descritos por Sigmund Freud en el inicio de su investigación, ni las histerias esos casos “puros” que culminaban en ataques y conversiones, pero finalmente dóciles a la interpretación. Hoy, las drogas y los trastornos alimentarios se mezclan con las estructuras clínicas y dificultan no sólo el diagnóstico diferencial sino que cuestionan la eficacia de la práctica analítica.

Se verifica hasta qué punto la así llamada “pos-modernidad” oficia de marco para que hombres y mujeres se incluyan en el mercado del consumo como sus objetos. A lo que respondemos como psicoanalistas ofreciendo nuestro dispositivo para evitar que sea tan simple el aplastamiento de la subjetividad.

 

Referencias bibliográficas


[1] Este texto se basa –principalmente– en el primer capítulo del libro Nosotros los hombres, un estudio psicoanalítico, Buenos Aires: Editorial TRES HACHES, 2003.

[2] Miller, J-A. & Laurent, E. (1996/97) El Oto que no existe y sus comités de ética, Buenos Aires, Paidós, 2005.


[3] Pero el hombre pos-moderno no es sólo “tele-adicto”, también es “tara-cinéfilo”: Un exitoso cineasta –oriundo del shopping de la globalización del consumo– afirmó que no hay nada que esperar del actual cine norteamericano, ya que el espectador construido por el mercado cinéfilo tiene...12 años de edad mental; Woody Allen proponía, por ende, buscar gurúes, nuevos signos de creación cinematográfica en Europa, en Latinoamérica o en Irán, pero ya no en los EEUU.