El
espectáculo del mundo
ha virado su
ángulo de visión; hoy se ha encarnado en un gadget privilegiado: La
televisión global mira en
cada hogar la forma de vida que promueve con su modo uniforme de goce, como
asimismo los efectos identificatórios que produce. Por ello, tal vez valga la
pena –literalmente– detenerse en esta función de la televisión, ya que
muestra en la “época del Otro que no existe”[2]
lo que Jacques Lacan afirmó respecto del mundo: su condición de omnivoyeur,
es decir, al igual que el pretendido Dios-Uno, su presencia de todo-mirada,
eso que todo –y a todos– mira.
El protagonista
del film “The Truman Show” demostró la incómoda satisfacción que
produce el estar bajo la mirada del Otro: él no sabía que era mirado, él
creía que vivía en el mundo real; encontrándose en este mismo punto con el
protagonista de otro film, “Matrix”, cuando despierta “al desierto de
lo real”, luego de su elección de querer saber de verdad qué es lo que
encubrían los semblantes del mundo.
La televisión
es omnivoyeur, penetra en vuestros hogares forzando la puerta de la
realidad para disfrazar cada vez más lo real: ella induce en ustedes y –sobre
todo– en vuestros hijos, identificaciones, rasgos, formas de vida a los que
adherirse: con sólo mirarlos les impone la uniformidad de un modo de gozar.
Tal vez no se ha puesto el debido énfasis en que los hijos de la televisión –y
esto va más allá de los países, inclusive hasta más allá de las variantes
culturales– no toman tanto de los padres, como otrora, los rasgos de
identificación, sino que muchas veces los adquieren de personajes de la
televisión, a partir –por ejemplo– de modos de hablar que, habitualmente, nada
tienen que ver con las desinencias de las lenguas maternas de cada ciudad:
responden al monolingüismo de la globalización. Uno los escucha: los niños
hablan (es decir, gozan del lenguaje) según las desinencias fónicas de eso que
los mira todo el día –y que ellos no quieren dejar bajo ningún concepto– que
es la televisión. Ella los hace tele-gozar desde dibujos animados,
telenovelas, series y películas ready-made en las que sus guionistas se
enfrentan para ver quién se destaca en ofrecer más lugares comunes, siempre de
un modo convencional –es decir, adaptativo–, pero en los que nunca falta una
pizca (a menudo, varias) de violencia ni de realismo sexual. Sobredosis de
sexo y de violencia son introducidos por su mirada, para llegar también al
segmento adolescente, intentando seducir hasta a los “rebeldes”, hijos del
piercing, aquellos que marcan sus cuerpos erigiendo nuevas zonas erógenas
a partir del dolor (o resaltando zonas tradicionales), exhibiendo lo que han
perforado allí, en el cuerpo, donde la impotente función del semblante paterno
dejó su lugar vacío.
Y de los
adultos, ni hablar: todo para ver[3].
La máquina de tele-gozar se ha metido en los hogares, especialmente, con la
invención de los reality-shows, ellos dan la medida más exacta de la
función omnivoyeur de la “tele”. En ellos se muestran seres
perfectamente anónimos, tanto como cualquier espectador, que sólo sueña con
estar ahí, del otro lado de la pantalla, siendo mirado por todos –mientras en
verdad desconoce que con sólo ver eso ya está siendo mirado del mismo
modo que ellos; individuos cualesquiera mirados en su intimidad, mientras
hacen de todo lo que saben hacer: es decir, una normalidad pletórica de nada.
Mientras el
tele-adicto sólo mira y mira, esperando (una vez más) que el sexo explicite su
goce y que la violencia estalle entre los anodinos concursantes, nada
acontece, y cuando algo sucede es sólo el cebo colocado para levantar a la
audiencia y ganar algunos puntos del rating.
Este invento
tan rentable y de bajísimo costo, usa (es decir, se abusa) de la
identificación del tele-adicto con el (y/o la) protagonista, pero
–especialmente– del goce que produce el mirar; con un agregado: el peeping
se encuentra en los reality shows autorizado para consumo masivo de
jefes y jefas de hogar, sin necesidad de tener que salir de sus casas para
satisfacerse: el porno show está en el dormitorio –o en el living– y ellos
siguen siendo perfectamente normales, no son de esos
“degenerados-que-pagan-para-ver” (como decía una mujer cualquiera defendiendo
su goce televisivo).
Pero mientras
el individuo queda capturado por la escena ofrecida, desconoce que también es
mirado por la misma máquina de gozar, al igual que lo son los protagonistas en
el show de su realidad cotidiana
También están
los talk shows, parientes cercanos de los reality shows,
instrumentos de tele-gozar mediante el escándalo, a decir verdad, débil
variante de los reality shows ya que –al menos, aparentemente– es el
animador en este caso quien los mira.
Para muestra
basta un botón, suele decirse, ya que hace poco tiempo tuve la suerte (la
tyché, por la contingencia, por lo inesperado del encuentro) de ver uno de
estos programas, un talk show con excelente rating –es decir,
con muchos objetos de consumo escópico asegurado–. Había escuchado varios
comentarios de ese programa sobre el protagonismo circense de sus personajes,
la disparatada participación de la audiencia, la exuberancia de la animadora y
–fundamentalmente– acerca de los excesos de los participantes y el
histrionismo de todos. Pero debo confesar que ninguno de esos comentarios
pudieron aproximarse a lo realmente acontecido aquella tarde. Al encender el
televisor, ella ya estaba ahí frente a mí, mirándome mirarla, como
reprochándome mis quince minutos de tardanza en tele-mirarla, mostrándome lo
que tenía que ver. A partir de ese primer segundo quedé capturado por la
máquina de gozar, como quien diría me dejé llevar hasta ser tomado como un
objeto más, es decir, como un perfecto individuo, un tele-adicto normal.
La escena era
imponente: la animadora, con su opulencia corporal decadente, estaba entre una
mujer y un hombre que peleaban, intentando juntar-separarlos.
Ellos tenían un hijo del cual el hombre demandaba la tenencia, pero la mujer
se la negaba, ni siquiera permitía que lo viera.
Hasta este
punto, podríamos decir, se trataba de una situación normal. Pero de repente,
todo cambió, pues apareció en la escena una tercera persona quien se abalanzó
inmediatamente sobre el hombre y lo comenzó a golpear mientras éste
(¿aparentaba?) no salía de su asombro). ¿Quién era esa mujer, ese nuevo
personaje?: era –ni más ni menos– la amante de ella, de la mujer, y mientras
golpeaba a ese hombre, ella daba sus razones: “vos sos un infeliz, ni siquiera
tenés donde caerte muerto, ni tenés trabajo; la que mantiene al hijo soy yo,
vos no lo podés hacer porque sos un vago y un inútil”. El hombre en cuestión
(nunca mejor empleado el término) se defendió, un poco, como pudo, mientras la
animadora (ibid paréntesis anterior) hacía como que
quería separarlos –ya que, como se sabe, el rating sube cuando los
cuerpos no se separan, lo que los conductores de los Talk Shows conocen
perfectamente, ellos saben lo que están haciendo cuando permiten que eso pase,
es decir que son co-responsables de que la obscenidad de la escena, de la
imagen, capture, mire a los televidentes.
Por eso, en
este caso, todo anduvo de parabienes, encaminándose hacia el paroxismo del
goce escópico, cuando la dritte person, la amante de la mujer, poseída
por su ser-pleno-en-maldad le gritó al hombre-en-cuestión “sos tan tarado,
que no te diste cuenta (de) que ella se hizo embarazar por vos, aunque te
tenía asco”. En ese momento el hombre-en-cuestión, con la boca abierta (porque
ya el maxilar se le había ablandado como efecto del espectáculo que
presenciaba) se dio vuelta, miró a su (ex) mujer, mientras ella le decía,
simplemente, sin alterarse: “es cierto, siempre me diste asco”.
La tragicomedia
se había desencadenado, dejando en el centro de la escena un breve silencio
que hizo –por primera vez– su presentación; silencio al que nuestra animadora
interrumpió prontamente, para mostrar a la televidencia el saldo de saber
depositado : que todo había sido un artilugio armado entre esas dos mujeres
porque querían tener un hijo, y ya que no lo podían tener entre ellas por
razones biológicas, decidieron que una de ellas se prestase para que se lo
hiciera el “tarado” (nombre de goce, que como ya ustedes dedujeron, propinaron
al hombre-en-cuestión).
A partir de ese
momento, cuando supuse que no habría ya más nada que mostrar, comenzó un
alegato del personaje masculino, quien, pretendiendo contrariar el
nombre-insulto que le había sido propinado, confirmó su condición de goce de
múltiples maneras. El tarado no sólo musitaba que no se reconocía tal,
sino que pretextó haber sido engañado en su mejor fe –mientras continuaba
siendo vapuleado, ahora, por las dos mujeres frente a la mirada cómplice de la
animadora.
A continuación,
para rubricar definitivamente la pertinencia del nombre elegido, entró en
escena un nuevo personaje: la madre del muchacho... para defenderlo, ya que el
tarado, compungido, sólo lloraba. La pelea verbal entre las tres
mujeres no tuvo desperdicio, ni ahorró a la mirada del espectador ningún
exceso, ningún detalle. Verdaderamente fue una escena pantagruélica, era un
festín en el que se trataba de quién se comía a quién: el estrago generalizado
se escenificaba, simplemente. Para colmo de males, luego entró en escena otro
personaje, otro “hombre”: ahora el padre de ella, de la mujer, quien se oponía
(aunque tímidamente, es preciso notarlo) a lo que su propia hija habría hecho,
cuestionándola; mientras la dama en cuestión le rebatía de un modo tan absurdo
como reñido con la más elemental lógica argumentativa, al par que agitaba su
brazo izquierdo repetidamente, hacia atrás y hacia delante, dirigiéndose de
ese modo a su padre, mientras lo azuzaba reprochándole: “¡vos callate, que
tampoco tenés autoridad moral para hablar, si vos también sos un borracho y un
vago!”.
Si –como
trataremos a continuación– la caída del padre es un signo de los tiempos, este
programa empleó un acelerador de partículas para desintegrar la función
paterna hasta pulverizarla.
En otro sector
del escenario permanecía sola la amante, pero les aseguro que su momento de
soledad no parecía importunarla, ya que se bastaba perfectamente: continuaba
saltando y gritando, mientras hacía gestos de golpear al tarado a la
distancia.
Allí estaban
una mujer y su ex-pareja, su amante, su padre, el padre de ella y la madre de
él, con la animadora como ¿justo? medio.
A esta altura
del espectáculo pensé, “esto no puede ser verdad”, e inmediatamente después me
interrogué “¿acaso importa preguntarse por la veracidad del hecho –en la
realidad cotidiana, sobre esas personas–? ¿o lo que sólo importa es lo que se
está mostrando en ese momento, en ese programa, a toda esa multitud que lo
ve? Pero el pensamiento insistía, ¿habrá sido o no verdad?, en ese momento
capté que –a decir verdad– la sustancia con la que se produce esta
pregunta es con el gusto morboso de cada cuál, ya que –como siempre– uno
quiere saber acerca del goce del Otro... para desconocer el propio y sus
consecuencias.
Entonces
recordé lo que ya sabía, que lo verdadero y lo falso son semblantes que no
cuentan en ese ámbito, y que lo único que tiene relevancia para esta máquina
es producir un plus de gozar que se sintonice con el fantasma de cada
individuo que mira, para –entonces, en ese mismo momento– atraparlo como
objeto de goce.
También se suele decir que sólo lo que ocurre en la televisión
existe, o su equivalente, que es verdadero. Baudrillard tomó ese
aserto al pie de la letra para problematizar los hechos de la
realidad, cuando escribió que la guerra del golfo podría no
haber existido, que tan sólo la habríamos visto por televisión.
Pero, a diferencia de Baudrillard, puedo afirmar que el
espectáculo que les he narrado –la pantomima del lazo entre
hombres y mujeres a la que he asistido y que fue transmitida de
ese modo, por esa conductora, en ese programa, en ese momento y
por ese canal– (puedo asegurar que) sí existió.
Si la verdad,
calificando a los hechos de la realidad, no alcanza para justipreciar lo que
allí aconteció, no es por la sanción de falso que recaería sobre las
proposiciones formuladas (ya que no importa si los protagonistas simulaban o
sufrían de verdad tales humillaciones), es porque ese acontecimiento ofrecido
por la mirada es goce: lo que de verdad aconteció es eso dado a ver,
ofrecido como cebo del consumo para consumir al tele-adicto. Y esto vale,
además, para la guerra del golfo, más allá de los cuerpos reales caídos, cuyas
imágenes fueron sustraídas en aquella ocasión.
En este punto
podemos interrogar: ¿Qué hace cada uno con lo que consume?, ¿se presta o no a
ser consumido por los gadgets –entre ellos, por ejemplo– por la máquina
omni-voyeur de gozar, esa que produce tele-adictos entre hombres y
mujeres? ¿se deja mucho, poco, poquito, nada...?
Por ello, y
para no dejar el análisis en una fácil posición de escepticismo, es preciso
localizar –al menos una– salida que permita reintroducir la subjetividad en el
individuo de las multitudes, un instrumento cuestionador del consumo. Esta
perspectiva, que va en la dirección contraria al modo de gozar contemporáneo,
se llama psicoanálisis.
Es evidente que
también la clínica psicoanalítica registra estos desplazamientos, los que se
presentan en muchas oportunidades de un modo dramático: los efectos en la
subjetividad que afectan a los ciudadanos conmueven al psicoanalista y le
plantean nuevos problemas. Los casos que llegan al consultorio no tienen ya la
“pureza clínica” de un siglo atrás. Las obsesiones ya no son el compendio de
rituales sistematizados descritos por Sigmund Freud en el inicio de su
investigación, ni las histerias esos casos “puros” que culminaban en ataques y
conversiones, pero finalmente dóciles a la interpretación. Hoy, las drogas y
los trastornos alimentarios se mezclan con las estructuras clínicas y
dificultan no sólo el diagnóstico diferencial sino que cuestionan la eficacia
de la práctica analítica.
Se verifica
hasta qué punto la así llamada “pos-modernidad” oficia de marco para que
hombres y mujeres se incluyan en el mercado del consumo como sus objetos. A lo
que respondemos como psicoanalistas ofreciendo nuestro dispositivo para evitar
que sea tan simple el aplastamiento de la subjetividad.
Referencias bibliográficas
[1]
Este
texto se basa –principalmente– en el primer capítulo del libro Nosotros
los hombres, un estudio psicoanalítico, Buenos Aires: Editorial TRES
HACHES, 2003.
[2]
Miller,
J-A. & Laurent, E. (1996/97)
El Oto que no existe y sus comités de ética, Buenos Aires, Paidós,
2005.
[3]
Pero el hombre pos-moderno no es sólo “tele-adicto”, también es
“tara-cinéfilo”: Un exitoso cineasta –oriundo del
shopping
de la globalización del consumo– afirmó que no hay nada que esperar del
actual cine norteamericano, ya que el espectador construido por el mercado
cinéfilo tiene...12 años de edad mental; Woody Allen proponía, por ende,
buscar gurúes, nuevos signos de creación cinematográfica en Europa, en
Latinoamérica o en Irán, pero ya no en los EEUU.